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domingo, 1 de agosto de 2010

A LA RIBERA DE RIO

El calor que encontré en tu traviesa mirada fue muy superior, sin desmerecerlo, al que hallé entre tus piernas. Fui a verte para reencontrarme con tus besos, apaciguar mi delirio entre tus caricias y arrojar mi hastío en tu mirada. Nunca tuve la intención de retenerte más que setenta y dos horas y unos pocos minutos más entre mis brazos. Me gustan los espíritus libres, y nuca he querido tener una esposa ni esposarme sobre nadie.

Perdido en una tibia borrachera trataba de apaciguar, no sin dificultad, mi deseo: cogerte de la cintura y acercar tu cuerpo al mío para que así, los dos nos fundiésemos siendo uno, ir a tu dormitorio y amarte, saborear otra vez cada poro de tu piel y escuchar tus gemidos hasta que el amanecer nos diese un respiro en aquella calurosa noche de verano.

De la mano, distante en tus pensamientos, me llevaste a la ribera del río, idílico paraje en el que tus labios, en vez de besarme, lanzaron piedras sobre el tejado con el que empecé a construir mi fantasía, destruyéndolo todo y haciéndome caer en picado hasta el suelo, para recoger, en silencio, las lágrimas de mi desconsuelo.

Así me hiciste ver la triste verdad: lo qué pasó en la isla se quedó en la isla, no había razones para ti para repetirlo. Y de vuelta a la realidad, de regreso en mi urbana soledad, otra vez envuelto en mis delirios, mi fantasía quedo a la deriva entre la isla y un nuevo comienzo.

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